La corta historia de la chica que leía a Stephen King


Beverly y su cabello rojo resaltaban entre los pasajeros del colectivo. Su mamá estaba esperando a que alguno de los hombres que ocupaban los asientos de adelante le cediera el lugar a su pequeña, quien tenía muchas ganas de leer el libro que su abuela le había prestado.
La niña estaba ansiosa y no paraba de cantar su molestia. A pesar de sus cortos nueve años, sabía muy bien lo que quería y lo que tenía que hacer. Entonces, se expresaba libremente sobre lo mucho que ansiaba sentarse para poder leer y adentrarse en las páginas desgastadas del libro que llevaba en sus manos, como si fuera su tesoro más grande.
Finalmente, uno de ellos se levantó y Beverly, después de sacarle la lengua, se sentó.
Comenzó a leer y, luego de las primeras líneas, pudo reconocer la palabra “miedo”.
Se estremeció.
Durante los veinte minutos de viaje no dejó de leer, el libro había capturado particularmente su atención. Pasó toda la noche en vela, leyendo.
A la mañana siguiente, cuando se levantó, la madre le había dejado su payaso de juguete sobre la mesa de luz.
Lo tomó entre sus manos, con miedo, con mucho miedo. Su frente sudaba y sus ojos estaban completamente dilatados. Arrojó el horrible muñeco a la basura.
El libro había dejado una enorme marca en ella. No quería volver a ver un payaso en su vida.
Desde ese momento, lloraría cada vez que Ronald Mc.Donald se le acercara en el local de comida rápida, o entraría en pánico cada vez que un payaso intentara tomar su mano en una fiesta infantil.
El libro que la niña había leído era “IT” y nunca podría sacarse el trauma que le había quedado con los payasos desde el momento en el que el miedo había sido sembrado en su alma. Principalmente, porque la única mujer entre los protagonistas de la historia tenía el mismo nombre que ella.

Las normas de los sentimientos

Rupert se dio vuelta y vio a Albert parado muy cerca de él. No se había percatado de ello, pero hacía un rato bastante largo que el inglés de veintiocho años lo perseguía mientras él atravesaba el largo dique, camino a la intersección, donde se encontraría con su ex novia.
Albert estaba dispuesto a todo, más en ese momento, cuando había logrado que su amigo notara su presencia.
Rupert, ese hermoso hombre de treinta y nueve años, de profundos ojos azules,  lo interrogó, le preguntó qué hacía ahí, por qué estaba siguiéndolo. Pero Albert no supo qué responder.
Tal vez, debía decirle que lo amaba, confesarle la verdad, admitir que estaba tan enfermo que se había enamorado perdidamente de su mejor amigo. Sabía que lo que sentía era pecaminoso y que sería penado por cualquiera de las leyes éticas y morales existentes, pero también estaba convencido de que las leyes que más le importaban, las normas de los sentimientos, no lo juzgarían jamás; ellas no le dirían qué estaba mal en lo que su capacidad creativa imaginaba cada vez que veía u oía a Rupert, a ellas no les importaría en lo absoluto que ambos fueran hombres, tan hombres y tan bellos que podrían tener a la mujer que quisieran... Y Albert sólo quería a Rupert, sólo ansiaba poseer su cuerpo y su corazón.
Antes de que Rupert pudiera formular otra pregunta, Albert se acercó a él y lo besó, lo besó con tanta pasión que las poco profundas aguas del río se abrieron; el suelo de ambos tembló cuando Rupert respondió a ese beso de manera violenta y muy pasional.
Finalmente había perdido el miedo y estaba amando al hombre de sus sueños.