Las normas de los sentimientos

Rupert se dio vuelta y vio a Albert parado muy cerca de él. No se había percatado de ello, pero hacía un rato bastante largo que el inglés de veintiocho años lo perseguía mientras él atravesaba el largo dique, camino a la intersección, donde se encontraría con su ex novia.
Albert estaba dispuesto a todo, más en ese momento, cuando había logrado que su amigo notara su presencia.
Rupert, ese hermoso hombre de treinta y nueve años, de profundos ojos azules,  lo interrogó, le preguntó qué hacía ahí, por qué estaba siguiéndolo. Pero Albert no supo qué responder.
Tal vez, debía decirle que lo amaba, confesarle la verdad, admitir que estaba tan enfermo que se había enamorado perdidamente de su mejor amigo. Sabía que lo que sentía era pecaminoso y que sería penado por cualquiera de las leyes éticas y morales existentes, pero también estaba convencido de que las leyes que más le importaban, las normas de los sentimientos, no lo juzgarían jamás; ellas no le dirían qué estaba mal en lo que su capacidad creativa imaginaba cada vez que veía u oía a Rupert, a ellas no les importaría en lo absoluto que ambos fueran hombres, tan hombres y tan bellos que podrían tener a la mujer que quisieran... Y Albert sólo quería a Rupert, sólo ansiaba poseer su cuerpo y su corazón.
Antes de que Rupert pudiera formular otra pregunta, Albert se acercó a él y lo besó, lo besó con tanta pasión que las poco profundas aguas del río se abrieron; el suelo de ambos tembló cuando Rupert respondió a ese beso de manera violenta y muy pasional.
Finalmente había perdido el miedo y estaba amando al hombre de sus sueños.

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