Alguien que se fue


Todos tenemos alguien con quien compartimos todo. Podemos aparentar que somos fuertes como individuos, pero necesitamos de una comunidad para desarrollarnos perfectamente como tales. Y, más aún, necesitamos una persona con la que creamos una relación mucho más estrecha, quien puede estar dentro de nuestro núcleo familiar o fuera, y es el ser con el que vamos a compartir desde mínimas lágrimas hasta inagotables sonrisas; es, probablemente, la persona que más nos entiende en este mundo, un ser con el que podemos comunicarnos mediante una mirada y saber que piensa exactamente lo mismo, ya sea que una película es aburrida, o que una canción es emocionante, o que una persona nos saturó la paciencia. Esos códigos secretos que se desarrollan entre ambos pueden enojar a más de uno que no los comprende, pero siempre divertirnos hasta el hartazgo ya que, por alguna razón, la vida unió a esas dos almas que estaban predestinadas.
Pero, hipotéticamente, ¿qué sucedería si, de un día para el otro, esa persona desapareciera de nuestras vidas como por arte de magia, sin dejar rastros, como si nunca hubiera existido?
Al principio, lloraríamos mucho, nos enojaríamos con la vida sin actuar de manera consciente. Nos dejaríamos llevar por esas emociones negativas y le preguntaríamos por qué a todas las cosas que nos recuerdan a esa persona: por qué nos abandonó, por qué nos dejó solos, por qué tan de repente, por qué de esa manera, etcétera.
Después, en la segunda fase del duelo, andaríamos en las nubes, paseando por un limbo desconocido, sin saber bien qué hacer o qué decir; pero no en estado zombie eh, no confundamos, sería más bien un estado de desconocimiento, algo parecido a no querer asumir la realidad o la existencia de ese ser.
Después de andar durante unos días como despistados, llegaría el momento de jugar a ser seres superados, que ya hubiéramos asumido todo y estaríamos dispuestos a darle un giro radical a nuestras vidas, porque seríamos mejores que todo eso y no tendríamos por qué depender de una persona a la que no le importamos. Seríamos fuertes y podríamos sonreír, salir de joda, tomar, divertirnos y tantas otras cosas que haríamos con esa persona que “se la pierde”.
Aunque, en la última etapa, todo eso se iría al carajo después de haber visto una foto que nos sacamos con ese que se fue, o después de haber leído una carta, o después de haber escuchado una canción de esas miles que compartíamos. El dolor sería insoportable, incluso peor que en el momento del adiós, porque estaría acumulado en el alma, latente, esperando agazapado para salir a la superficie y estallar en un mar de lágrimas, lágrimas que derramaríamos cada noche pidiéndole a las estrellas y a la vida que devolvieran a esa persona a nuestras vidas.
Pero eso no sucedería, porque alguien que se va nunca vuelve a ser igual y nunca vuelve a la vida del que dejó abandonado en un rincón. Tendríamos que asumirlo, finalmente, llorar hasta que se secaran los ojos, llorar sin consuelo, sin actuar de manera consciente, deseando morir en muchos momentos, pero siguiendo adelante casi por costumbre.
El vacío en el alma se haría cada día más intenso y el dolor sería cada vez peor, pero seguiríamos mostrando una sonrisa ante el mundo, mientras en soledad derramaríamos mil y una lágrimas sabiendo que esa persona nunca va a regresar, sin volver a confiar de esa manera en nadie más, buscando enterrar a quien nos dejó en el fondo del alma, pero nunca pudiendo conseguir semejante cosa.
La herida no sanaría jamás.

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