Beverly y su cabello rojo
resaltaban entre los pasajeros del colectivo. Su mamá estaba
esperando a que alguno de los hombres que ocupaban los asientos de
adelante le cediera el lugar a su pequeña, quien tenía muchas ganas de leer el
libro que su abuela le había prestado.
La niña estaba ansiosa y no
paraba de cantar su molestia. A pesar de sus cortos nueve años, sabía muy bien
lo que quería y lo que tenía que hacer. Entonces, se expresaba
libremente sobre lo mucho que ansiaba sentarse para poder leer y adentrarse en
las páginas desgastadas del libro que llevaba en sus manos, como si fuera su
tesoro más grande.
Finalmente, uno de ellos se
levantó y Beverly, después de sacarle la lengua, se sentó.
Comenzó a leer y, luego de las primeras líneas, pudo
reconocer la palabra “miedo”.
Se estremeció.
Durante los veinte minutos
de viaje no dejó de leer, el libro había capturado particularmente su atención.
Pasó toda la noche en vela, leyendo.
A la mañana siguiente,
cuando se levantó, la madre le había dejado su payaso de juguete sobre la mesa
de luz.
Lo tomó entre sus manos, con
miedo, con mucho miedo. Su frente sudaba y sus ojos estaban completamente
dilatados. Arrojó el horrible muñeco a la basura.
El libro había dejado una
enorme marca en ella. No quería volver a ver un payaso en su vida.
Desde ese momento, lloraría
cada vez que Ronald Mc.Donald se le acercara en el local de comida rápida, o entraría en pánico cada vez que un payaso intentara tomar su mano en una fiesta infantil.
El libro que la niña había
leído era “IT” y nunca podría sacarse el trauma que le había quedado con los
payasos desde el momento en el que el miedo había sido sembrado en su alma.
Principalmente, porque la única mujer entre los protagonistas de la historia
tenía el mismo nombre que ella.